Por qué ya no detesto (tanto) El Hormiguero

A pesar de su caspa, polémicas y derroches, hay algo en El Hormiguero que he aprendido a apreciar. Más o menos

El Hormiguero es uno de los programas de máxima audiencia en nuestro país. Pero no solo eso. Tras 16 años de historia ha conseguido convertirse en una parte notable del paisaje televisivo español. Todo el mundo ha visto El Hormiguero alguna vez y tiene una opinión al respecto. Su cuota de pantalla en los últimos años ronda el 15%, una cifra nada desdeñable. Ahora bien, el programa dirigido por Pablo Motos no solo logra atraer a más de dos millones de telespectadores cada noche. También consigue concitar la atención de quienes no lo suelen ver mediante sus muchas polémicas (ya sea por esqueches triviales, comentarios desafortunados del presentador o invitados controvertidos). Tal es así que se podría decir que ha llevado a rajatabla el refrán que reza: “Que hablen de ti, aunque sea mal”.

El hormiguero y la fauna casposa

Desde hace bastantes años yo me encuentro entre quienes no lo ven y critican sus polémicas. Siempre que he hablado de El hormiguero (que tampoco son muchas veces) ha sido mal. Los motivos son imaginables. A pesar de su aura de frescura, juventud y renovación constante no puede ocultar que es un programa viejuno. Quiere ser un espectáculo familiar y a la vez de actualidad política y cultural y acaba resultando más bien una mezcla de tertulia casposa baja en calorías salpimentada con secciones (de ciencia, magia, juegos…) de una esquizofrénica falta de coherencia.

En la parte de tertulia casposa, son ya públicas y notorias las posiciones políticas de su presentador, más bien a la derecha. Esto no tendría nada de malo si el tipo supiera guardar la compostura. Pero no sabe. Prácticamente no hay semana en que Pablo Motos no encienda Twitter con sus comentarios machistas, heterocéntricos, críticos con la izquierda… Pero más allá de su presentador brillan también los invitados rancios. Desde Bertín Osborne al líder de la extrema derecha, Santiago Abascal, pasando por Isabel Díaz Ayuso, que aprovechó su invitación para dar prácticamente un mitin en directo.

La economía del vaquero

Sin embargo, programas con presentadores de derechas y amistosos con los políticos reaccionarios en general hay más de uno. Y pese a su gran audiencia en ningún caso se podría decir que sea un difusor puntero de ideas carcas. No. Lo que más detesto de El hormiguero está en sus secciones supuestamente apolíticas, que son la esencia del programa y la razón por la que la gente lo ve. Y es que suponen un ejemplo señero de lo que Kenneth Boulding llamaba “economía del vaquero”.

En su célebre artículo de 1966 “La economía de la futura nave espacial tierra” este economista decía: “[…] el cowboy (vaquero) resulta un tipo representativo de las llanuras ilimitadas y puede asociarse también al comportamiento derrochador, explotador, romántico y violento, que es característico de las sociedades abiertas” (pg. 333). Y esto se aplica punto por punto a El Hormiguero. Sus secciones no escatiman en gastos. Construyen decorados de un solo uso, utilizan la tecnología más puntera (y cara en dinero y materias primas) para cuestiones anecdóticas y en la sección de ciencia (sin duda la más hiperbólica) hacen uso de cantidades ingentes de materiales, mobiliarios y productos químicos que tras un minuto de imágenes impactantes quedan inservibles.

Parafernalia científica de El Hormiguero

El Hormiguero representa un estilo de espectáculo (y una forma de vida) basado en la idea de que no hay límites ni para el ser humano ni para la Tierra. De que con tal de divertirse todo vale. De que con dinero en el bolsillo se puede hacer todo lo que la ley permita sin pensar en las consecuencias. Y eso es lo que siempre me sangrará de El hormiguero.

La idiosincrasia de El hormiguero

No obstante, hace poco leí en 20 minutos un artículo de Borja Terán que me hizo reflexionar. En él criticaba cómo en el espot del decimosexto aniversario del programa solo aparecían invitados de fama internacional. Esto, a su juicio, demostraba el complejo de inferioridad del mismo, pues se aferraba a sus superinvitados hollywoodienses (estilo Tom Holland o Will Smith) y despreciaba a los personajes de fama nacional, que son los que le dan vida al show día tras día. Para Terán, aparte de una muestra de paletismo, esto es un error. La razón es muy simple: “el éxito de base de El Hormiguero justamente está en que es un late night que no ha imitado a los late night norteamericanos”. Y esto es totalmente cierto.

Nos puede gustar más o menos (o nada), pero ha generado una estética reconocible, personal y autóctona. No solo es un despliegue simpático de kitsch (es decir, horterismo) y camp (o sea, exageración). También es una miniatura de España. Se trata de un programa tecnocañí que con sus complejos, filias, defectos y desmesuras representa el país bastante bien. Además, hace las veces de crónica de la actualidad con cierta solvencia. Tal es así que si alguien quisiera saber qué se cuece por España, qué gusta, qué atrae, un primer paso bien podría ser asomarse a El Hormiguero. En palabras de Terán: “El Hormiguero es España con todas sus glorias, chulerías, fantasías y suspicacias”. Y eso le confiere dignidad. Al menos un poco.

Conclusión

Sigo detestando El Hormiguero, por supuesto. Esta utopía tecnocañí, por atractiva que pueda ser, no deja de encarnar un modelo de sociedad “vaquero” que rechazo. Pero sus virtudes están ahí y ahora he podido reconocerlas. Siempre nos quedará la posibilidad de especular cómo sería este espectáculo hortera y exagerado (y por si alguien lo dudaba, me encantan las cosas horteras y exageradas), fiel radiografía de España, si aceptase los límites del planeta y la condición humana y los aplicara a su forma de hacer televisión. Pero me temo que es mucho especular.

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