Un mundo sin cultura, sería un mundo sin empatizar, un mundo sin historias, un mundo sin inteligencia emocional alguna
Alba Blanco
Hay una frase de Fernando Fernán Gómez a cerca de la televisión, que no me puede parecer más acertada en los tiempos que corren (en cuanto a los grandes medios de masas se refiere). Dice así: “La televisión es muy educativa. Siempre que alguien la enciende, voy a otra habitación y leo un buen libro”. Habrá quienes, especialmente compañeros míos periodistas, digan todo lo contrario. Que la televisión es una salvación para el pueblo más llano, ya que, gracias a esta, llegan los conocimientos y las herramientas de la cultura popular para nutrir a las mentes y sanar al espíritu.
Para mí, esta función social nunca la ha cumplido la televisión. Probablemente porque he crecido con la cultura de la tele-basura. Y, esta, entre otras cuestiones, me ha infundado un odio atroz hacia cualquier tipo de catálogo de la llamada “prensa rosa”. A pesar de esto, he de decir también que esto he ido limándolo con los años. Aceptando que cualquier formato audiovisual, por muy torpedo y frívolo que resulte, siempre ofrece un retrato más sobre una parte de lo que somos.
Sin embargo, como ya he dicho, no creo que cumpla una función social nutritiva y sanadora. O, al menos, no lo hace del modo en el que lo hacen el cine, el teatro, la música o la literatura. Me aventuraría a decir que gran parte de lo que sé, a día de hoy, viene de estas fuentes. Incluso me atrevería a afirmar que la inteligencia emocional que todo mi círculo más cercano dice que poseo, y de la cual yo a veces me hago eco elogiándola, proviene del mismo baúl: del baúl de la cultura.
Cuando se lee un libro, se escucha una canción, se asiste a una obra de teatro o se ve una película, no solo confluyen ideas en el transcurso de su reproducción, también emociones. Diría, casi con rotundidad, que más emociones que ideas, y que luego, de esas emociones, brotan las ideas. Al fin y al cabo, ningún mensaje llega igual a su receptor.
Recuerdo la primera vez que leí Madame Bovary y empaticé fuertemente con el personaje de Emma. A pesar de pertenecer ambas a épocas y mundos muy distintos (el suyo el ficticio, el mío aquel al que hacen llamar real), no podía dejar de sentirme identificada con ella. Con su afán por querer romper con los moldes impuestos por la sociedad a las mujeres, con esa sensación constante de tener que reprimirse a sí misma por miedo, por el apego a las emociones más salvajes (que nos hacen sufrir, pero a la vez vivir más de verdad).
También recuerdo las sensaciones que sentí al ver por primera vez “Los 400 golpes” de François Truffaut. Todo confluía en una misma habitación de mis pensamientos: el desapego a la familia, el escapar de nuestros fantasmas (a pesar de que estos seamos nosotros mismos), la rebeldía insaciable de la adolescencia, el refugio de la niñez y de la inocencia perdida, el mirarnos de frente y ver el reflejo de nuestros padres…
Y es por obras como las citadas por las que atribuyo a la cultura como mi gran fuente de aprendizaje respecto a inteligencia emocional. En una obra de teatro se empatiza, en una canción nos adentramos en la sensación de creernos protagonistas de esta… Todo requiere de un gran y profundo ejercicio de empatizar.
Por eso, esta es el reflejo de nuestros ojos desde que florecen hasta que se arrugan. “No habrá mayor desastre en el mundo que aquel que suponga la perdida de la memoria y del tiempo”. Y sí existe, supongo que sería un mundo sin empatizar con todo aquello que nos rodea. Un mundo sin historias, un mundo sin personajes, un mundo sin pasiones humanas. Un mundo sin cultura.