Escuchamos demasiada música

Las tecnologías sonoras han llevado la música a otro nivel, pero las consecuencias son más grises de lo que podría parecer

Thomas Edison patentó el fonógrafo de cilindro en 1878. Por primera vez el sonido se podía grabar e individualizar. Y especialmente en el caso de la música. Esta tecnología permitió inmortalizar representaciones musicales concretas y supuso una alternativa a la música en vivo, única en la historia de la humanidad hasta entonces. 101 años después vio la luz el Walkman, primer reproductor de casete personal con opción de aislar el sonido mediante auriculares. Con esta tecnología empezó a generalizarse la escucha individual y privada de música. Además, al ser portátil uno podía escuchar música en casi cualquier lugar sin molestar a la gente a su alrededor. Todo un hito que se vería complementado por otros dos acontecimientos: el lanzamiento del primer teléfono inteligente en 2007 y  la salida al mercado de Spotify en 2008.

Este servicio multimedia hace norma de la reproducción de música por estrimin. Aunque Spotify puede operar en cualquier dispositivo, su uso más común es en teléfonos móviles al estilo walkman. La ya personalísima experiencia de escuchar música en privado se puede ahora personalizar aún más con las listas de reproducción y el rastreo masivo de nuevas canciones, álbumes y artistas. Tampoco podemos olvidar el altavoz inalámbrico, que nos ofrece la posibilidad de escuchar música a un volumen alto en cualquier lugar y se ha convertido en un atrezo obligado de cualquier barbacoa, reunión o fiesta.

Podríamos haber añadido numerosos pasos en esta vaga historia del sonido registrado. No obstante, estos tres nos sirven para ver cómo el acto de escuchar música ha ido cambiando con la entrada de nuevas tecnologías sonoras. El directo ha dado paso al diferido. La escucha abierta pierde fuerza frente a la privada. El estrimin a la carta se impone frente a los formatos predeterminados. Y en este recorrido podemos llegar a una conclusión: escuchamos demasiada música.

Bromas aparte

Por supuesto, esto es ciberanzuelo (la mejor traducción de clickbait). Ni hay estadísticas que me permitan confirmar una exageración así ni hay una medida objetiva de la música escuchada que nos permita discernir cuánta es mucha o poca. A mí mismo me encanta tocar y escuchar música y nunca se me ocurriría decirle a nadie personalmente: “Supera tu adicción a la música”, “limita tus horas en Spotify” o frases similares. Por lo tanto, no, no escuchamos demasiada música. Ni demasiada poca. A menos que realmente te impida llevar una vida funcional, la cantidad en este caso es lo de menos. Nadie, y menos yo, debería juzgar a ninguna persona por este motivo.

Y no lo haré. Pero eso no nos impide analizar las implicaciones de nuestros nuevos hábitos de escucha propiciados por la aparición de tecnologías como las arriba mencionadas. Criticar y censurar todo lo que hacemos no tiene ningún valor. Ahora bien, aceptar dócilmente la realidad dada (desde la tecnología a la moda, pasando por el entretenimiento) tampoco nos ayudará.

Vivimos en un período de musicalización de la experiencia y la vida. Cada vez hacemos más cosas con música (grabada, el detalle es importante) de fondo. Solo los usuarios de Spotify Free pasan de media 2,6 horas al día escuchando música. Como la propia compañía sueca sabe: “Con la música en estrimin y las listas en particular, podemos acompañar nuestro estado de ánimo, nuestra mentalidad y nuestra actividad (nuestro contexto) con la música perfecta”. 

Desublimación represiva del sonido

Tener siempre música dando color a nuestras situaciones y emociones está bien (si quitamos que Spotify juega con eso para extraernos datos y lucrarse, aunque ese es tema para otro momento). Sin embargo, también nos conduce a una desublimación represiva del sonido. Este término rimbombante (desublimación represiva) lo tomo del filósofo Herbert Marcuse.

Herbert Marcuse con su discípula, la activista interseccional y filósofa Angela Davis

Él lo acuñó en los años 50 del siglo pasado para analizar lo que estaba ocurriendo con la sexualidad en las sociedades opulentas de posguerra. A su juicio, esta se había normalizado y en parte había dejado de ser un tabú. Dicho así podría parecer un éxito, una liberación, pero tal logro iba acompañado de una reducción del erotismo y el placer asociado a él. No es que sintiéramos menos satisfacción con la sexualidad, sino que sentíamos satisfacción con menos cosas. “La libido se hace menos polimorfa, menos capaz de un erotismo que vaya más allá de la sexualidad localizada, y esta última se intensifica” (pg. 103), dice en El hombre unidimensional.

El erotismo no tiene que ver solo con el acto sexual y más en concreto el coito. También consiste encontrar estimulación en los sentidos. No obstante, en la época de Marcuse todo ese componente sensitivo del erotismo se había perdido en favor de una concepción coitocéntrica del sexo. Tal es así que hoy en día el sustantivo “excitación” y sus derivados, que en principio solo remiten a una intensificación de cualquier actividad o sentimiento, se ha vuelto casi sinónimo de “excitación sexual”. Esto, según Marcuse, suponía un empobrecimiento de la experiencia y un elemento más en el engranaje de dominación de las sociedades contemporáneas.

El ruido y nosotros

Salvando las distancias, algo similar podríamos sostener en el caso de nuestra intensa escucha musical. Cada vez escuchamos más música, pero al mismo tiempo nuestra relación con el sonido es más escasa. No quiero ser nostálgico. Nunca hemos apreciado el sonido no musical, que englobamos sin ningún matiz bajo la categoría de ruido. Lo mismo se puede decir del silencio (aunque en realidad habría que hablar de ruido en frecuencias bajas), que damos por hecho sin valorarlo. Pero antes no nos quedaba otra que enfrentarnos a ellos y escucharlos. Eran una parte omnipresente de nuestra vida.

Ahora lo siguen siendo, pero podemos encender un altavoz o un móvil con auriculares en cualquier momento y levantar un muro entre el “ruido” y nosotros. Solo el sonido ya filtrado, mediado por la técnica y la tecnología musicales, nos resulta valioso. De esta forma nuestro universo sonoro se reduce y con ella nuestra relación con el entorno.

Otra consecuencia de esta desublimación represiva del sonido es el agrandamiento de la distancia entre el/la intérprete o artista y el/la oyente. En la era previa a la música registrada, exceptuando el círculo cerrado de la música académica/clásica, estas dos figuras estaban entremezcladas. Las mismas personas que recibían y escuchaban la música folclórica local eran las encargadas de reproducir, transmitir e incluso alterar ese patrimonio inmaterial. Por el contrario, hoy en día existe una frontera bien definida entre quien compone y hace la música y quien la recibe y escucha y sendos roles no se pueden intercambiar. Las trabas materiales (hay que tener instrumentos musicales y de grabación), técnicas (hay que saber tocar y producir) y jurídicas (los derechos de autor) son demasiadas.

El resultado es que los/as oyentes nos convertimos en sujetos pasivos en el proceso de construcción de nuestra propia cultura musical. Por más que no haya canción sin un público que la escuche y ahora existan campañas de mecenazgo para apoyar a nuestras artistas favoritas, en términos estrictamente musicales seguimos siendo el elemento pasivo de la fórmula y la distancia con los elementos activos (músicos, productoras, ingenieras de sonido…) es total.

John Cage: todo es música

Una alternativa para enfrentarse a esta desublimación represiva del sonido pasa por John Cage. Este excéntrico músico experimental estadounidense articuló toda su obra en torno a una premisa básica: todo es música. Esto no significa que todos los sonidos sean melodías bellas y emocionantes. Tan solo quiere decir que debemos dejar de pensar exclusivamente en términos de belleza o emoción (e incluso de melodía) y empezar a apreciar los sonidos, todos ellos, por lo que son.

En su ensayo “El futuro de la música: credo” Cage afirma: “Dondequiera que estemos, lo que oímos es en su mayor parte ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante”. Por lo tanto, la música contemporánea debe incorporar dichos ruidos “no como efectos sonoros sino como instrumentos musicales” (Silencio, pg. 3). La vida en sí misma es un fenómeno sonoro, ruidoso. No debemos preocuparnos por el futuro de la música, pues mientras estemos vivos habrá algo que escuchar y si somos generosos y atentos sabremos llamarlo música.

Pero si no lo somos, ¿qué importa? El ruido, el sonido, van a seguir ahí. Aunque no lo clasifiquemos como música, haríamos mal en ignorarlo o amurallarnos contra él como ahora hacemos. Así pues: “Podemos abandonar el deseo de controlar el sonido, limpiar de música nuestra mente, y dedicarnos al descubrimiento de medios para permitir que los sonidos sean ellos mismos” (Ibíd.: pg. 10). ¿Por qué no?

Conclusión

Concluyendo, volvamos a la afirmación inicial. ¿Escuchamos demasiada música? Si por música entendemos los sonidos organizados y registrados que salen de nuestros móviles la pregunta, como ya vimos, no tiene mucho sentido. Si le hacemos caso a Cage más bien podríamos decir que escuchamos demasiada poca. O cuando menos, que escuchamos demasiado poco. No le voy a pedir a nadie que se quite los cascos y se dedique a apreciar el tráfico o el canto de los pájaros. Pero creo que haríamos bien si tuviéramos una relación algo más atenta y amable con el sonido “no musical”. La cantidad de experiencias sensitivas fascinantes (y además gratis) que están a nuestro alcance es incontable. Solo tenemos que creérnoslo y escuchar.

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