Solemos asociar el ombligo al egocentrismo y el individualismo, cuando un análisis de lo que simboliza demuestra que debería ser al contrario.
Pavlo Verde
Una asociación indebida
El ombligo ha sido la parte más maltratada de la anatomía humana. Ha pasado al imaginario colectivo como el epicentro del ego y la arrogancia. En el diccionario de la RAE se encuentra el sustantivo ombliguismo para referirnos a la “tendencia a considerarnos el ombligo del mundo”. A su vez, en la entrada de la palabra “ombligo” se incluye un apéndice para “ombligo del mundo”, que define como: “1. m. despect. El centro de algo, lo más importante”. Todo el mundo ha utilizado estas expresiones alguna vez. Yo mismo lo he hecho y nunca he cuestionado su naturaleza. Ahora bien, ¿es justa esta identificación entre egocentrismo y ombligo? Una reflexión en torno a lo que representa este último parece demostrar que no.
Según la filósofa Marina Garcés en su obra Un mundo común, nuestras sociedades parten de una negación “de los vínculos que enlazan cada vida singular con el mundo y con los demás”. Vivimos en un universo privatizado. Esto quiere decir que hasta lo público responde a un mismo objetivo: salvaguardar las fronteras del individuo. Concebimos a cada persona concreta como alguien que necesita a los demás para sobrevivir, dado que no puede encargarse de todo, pero solo instrumentalmente. En teoría, el individuo es independiente y vivimos como si así fuera.
Una prueba de la interdependencia
El ombligo demuestra lo contrario. Es la constatación de que durante varios meses dependimos inevitablemente de otra persona. Su presencia, lejos incitar al egoísmo, nos recuerda nuestra fragilidad e interdependencia en todos los momentos de nuestra vida. Por eso la expresión “el ombligo del mundo” es tan desafortunada. Sería más acertado decir “los ombligos del mundo”: un entramado de cuerpos dependientes unos de otros en la teoría y en la práctica.
Vuelvo a Marina Garcés. “Todos vivimos en la precariedad generalizada porque esta precariedad es la condición misma del cuerpo que somos. No hay defensa posible ante tal precariedad, sino únicamente construir en ella una vida común”. Si hemos de pensar esa vida en común debemos recordar nuestros límites y carencias materiales y vitales y ponerlos en el centro del debate público. Eso implica rescatar y resignificar el ombliguismo. No como la fuente de toda egolatría e individualismo, sino como una presencia constante que nos indica que, como diría José Agustín Goytisolo, “un hombre solo, una mujer/ así tomados de uno en uno/ son como polvo, no son nada”.
Así pues, la próxima vez que digamos de alguien que es el ombligo del mundo, que sea como un halago. Extendiendo el anecdótico valor simbólico del ombligo a todo nuestro pensamiento y acciones podremos dar un primer paso en nuestra aspiración de pacificar la existencia.