“La lectura os hará libres”

Desde ministerios, las aulas y algunas voces relevantes de la literatura actual se nos insiste en que leamos. ¿Cuánto sentido tiene?

Recientemente (el 23 de abril) se celebró el Día del Libro. Esta fecha grande del mundo de la cultura va siempre acompañada de actos por todo el país, lecturas colectivas, ferias donde las librerías aspiran a hacer su agosto y, nunca pueden faltar, actividades para el fomento de la lectura. Estas cuatro palabras son un clásico de la política cultural española. Desde el Ministerio de Cultura y Deportes a los ayuntamientos, pasando por las diputaciones y las comunidades autónomas, una ardilla puede atravesar España de norte a sur saltando entre planes de fomento de la lectura sin tocar el suelo.

El plan de fomento infinito

Como lector sin remedio que soy, nunca he visto con malos ojos estos planes. ¿Qué mejor que una plétora de políticas públicas en favor de una de mis mayores aficiones y, por qué no, también vocaciones? Mi opinión se ajustaba al sentido común instalado en España y allende de que leer “es bueno”, sin más. O, en palabras del Ministerio de Cultura en su último plan de fomento, Lectura infinita: “Se parte de la idea de que leer es un bien para toda la sociedad, desde distintos ámbitos: la sostenibilidad, la salud mental, el progreso y la construcción de una sociedad crítica”. Imbuido de ideas similares, en repetidas ocasiones animaba a la gente a emprender esta actividad si no la practicaban regularmente y, con una pizca de suficiencia, consideraba si no incultos sí al menos incompletos a quienes no leían nada o incluso se permitían despreciar la lectura.

Sin embargo, desde hace al menos un año me he venido cayendo del caballo. No es que esté ahora en contra del Día del Libro o de los planes de fomento de la lectura per se. Pero sí he empezado a ver con malos ojos esta retórica que ensalza la lectura como un acto casi salvífico. Al contrario que el Ministerio, no creo que leer, el mero hecho de leer, vaya a hacernos más sostenibles, mentalmente sanos ni críticos. Ni menos que nos vaya a permitir progresar. Más bien pienso que si de verdad amamos la lectura (y yo la amo) lo que deberíamos hacer es esforzarnos por leer bien, atrayendo a quien se deje atraer y dejando tranquilas a quienes no quieran leer.

La escritora Irene Vallejo

Por ello considero necesario criticar lo que yo llamo “biblioptimismo”, la ideología que defiende que leer, da igual cómo, resulta beneficioso para quien lee en todos los sentidos. Lo haré a través de una de sus representantes más distinguidas en la España actual: Irene Vallejo. Si su aclamado ensayo El infinito en un junco sienta las bases ideológicas de este biblioptimismo, su más reciente publicación, el Manifiesto por la lectura, le pone broche de oro. Así pues, nos centraremos en este último libro para realizar nuestra crítica.

La lectura y la política (democrática)

Vallejo cita más adelante a la filósofa Martha Nussbaum, que considera la lectura una preparación para la vida democrática. Habla también de los clubes de lectura, que construyen “comunidades de memoria, solidaridad y encuentro” (p. 22). Por cosas como esta concluye que: “En esos anaqueles [los de las librerías y bibliotecas] repletos de lomos en distintas tipografías, idiomas, colores, se ensaya de alguna forma la democracia: allí arraigan, se aprenden y refuerzan sus premisas” (pg. 22).

Pero ¿por qué? Para empezar, ya hemos visto que en muchos casos leemos aburridos, automáticamente y por obligación, ya sea en la escuela o presionados por nuestro entorno. Lo cual no creo que sean grandes premisas democráticas. Más bien al contrario. Pero en el caso, mayoritario, supongo, de la lectura voluntaria y placentera, solemos zambullirnos en las páginas de un libro por puro entretenimiento. Y no se me malinterprete, que viva el entretenimiento. Ahora bien, en el acto de devorar un libro que nos gusta lo que nos guía es la intriga y la curiosidad. Dos estados de ánimo perfectamente válidos, pero que no son lo que se dice democráticos. Ni autoritarios. Ni nada que tenga que ver con política.

Los únicos casos en los que se me ocurre que leer pueda (humildemente) asentar la democracia es en los clubes de lectura que ella menciona o en la leída expresa de textos políticos. No obstante, la razón por la que estas actividades lectoras podrían favorecer la democracia no está en los libros como tales. Por el contrario, se hallan en el espíritu comunitario y dialogante de cualquier asociación y en el interés explícito por la vida pública, respectivamente. Y en este sentido tanto se ensaya la democracia en nuestros dos ejemplos como en una orquesta municipal. O al ir a escuchar una conferencia sobre cuestiones políticas.

Y todo esto por no mencionar que históricamente la democracia no tiene ni siquiera un vínculo muy sólido con la escritura ni por ende con la lectura. La mayoría de regímenes democráticos en sentido amplio se han desarrollado en sociedades ágrafas. Los Mahanapadas en la India del siglo  VI a.C. La Confederación Iroquesa de los pueblos indígenas del noreste de Norteamérica allá por el siglo XVI. La sociedad horizontal de los Tikopia (en lo que hoy son las islas Salomón) hasta la colonización británica. Por citar solo algunos ejemplos. Y en el costado opuesto, recordemos que países como Alemania o Italia tenían unas de las tasas de alfabetización más altas del mundo en los años 30 del siglo XX. Huelga recordar qué es lo que andaba mal en estos dos países por aquellos años.

Ojo con el utopismo

Lo que hemos dicho hasta ahora demuestra lo impreciso del discurso de Vallejo. Pero a pesar de ello y de las distorsionadas políticas públicas que discursos así pueden motivar, el pecado es más bien venial. No lo es tanto el utopismo que se desprende de su Manifiesto.

Citas como las siguientes a mí me resultan estremecedoras. Según la autora, en las bibliotecas “no se conocen las fronteras temporales ni geográficas” (pg. 23). A lo cual añade: “Una librería, por minúscula que sea, es el mejor refugio para un cosmopolita. Y por fin todos y cada uno estamos invitados a este prodigioso baile colectivo: extranjeros y autóctono, personas provistas de trajes o tatuajes, pieles de color aceituna, maracuyá o nata, hombres que llevan moño o mujeres que llevan corbata. Eso se parece a una utopía” (pg. 28). A mí al contrario me parece miopía racial, de género y de clase. No sé si todo el mundo está invitado, pero desde luego a mucha gente se le ponen trabas abundantes para que no acuda a este prodigioso baile colectivo.

Esto es así porque ignora que muchas veces la razón por la que muchas personas que no leen o leen poco no es alguna suerte de fobia a los libros. Tampoco un escaso interés por la educación o la democracia. Sino por falta de tiempo y poder adquisitivo, pues leer exige unas cuantas horas libres a la semana, un dinero para comprar libros y un espacio para almacenarlos de los que mucha gente no disponen por factores precisamente de raza, género, clase o todos a la vez.

Con esto no quisiera desmerecer los numerosos y necesarios esfuerzos de la clase obrera, las personas racializadas o muchas mujeres por hacer de la lectura y la escritura actos de politización y resistencia contra las injusticias. No olvido la importancia de las escuelas obreras autogestionadas para generar conciencia de clase. Tampoco cuánto había de subversivo en las personas esclavizadas que aprendían a leer clandestinamente y contra los designios expresos de los amos, que aprovechaban el analfabetismo generalizado en los barracones para manipular. Ni por supuesto el estrecho vínculo entre los grupos de concienciación feminista y la lectura y comentario de textos.

Sin embargo, una vez más estos casos escapan al “la lectura por la lectura” de Vallejo, que es neutra y no marcada por las diferencias que de hecho se dan en el mundo real. Al revés de los ejemplos que acabo de poner, que están autoconscientemente marcados por dichas diferencias y no aspiran a un leer universal y cosmopolita. Y a esto hay que añadir que ni siquiera estos casos, por claves que sean, quitan las enormes disparidades sociales en el acceso a la cultura.

Otra de las peculiaridades del discurso de Vallejo que muestra su racismo es el fuerte etnocentrismo que lo impregna. Para empezar, porque la abrumadora mayoría de libros y autores que cita son blancos y occidentales (con honrosas excepciones como el anónimo Las mil y una noches). Algo normal, podríamos pensar, dado que ella misma es blanca y occidental, pero poco apropiado para alguien que se dice cosmopolita. Además, el empeño por hacer de la lectura la panacea de cualquier sociedad choca con el hecho de que la mayoría de comunidades humanas han sido ágrafas. Sin embargo, eso no les ha impedido desarrollar formas de democracia, como veíamos arriba, ni desplegar culturas ricas. Baste el caso de Somalia, cuyo pueblo careció de alfabeto hasta los años 70 y aun así dio lugar a una vasta, compleja y bella tradición poética oral.

La lectura y la memoria

Otro tema importante en esta apología del libro, relacionado con el párrafo anterior, es la memoria. Vallejo dedica el capítulo V de su libro a esta cuestión y a decir verdad aquí sí estoy parcialmente de acuerdo con ella. En efecto, los libros son un gran archivo de memoria individual y colectiva. Sin ellos trazar redes históricas sería más complicado. Pero no exageremos: los libros por sí solos no valen para tanto. Es más, los libros en cuanto meros almacenes de palabras también tienen un componente de olvido. Si la información ya está en ellos, ¿para qué vamos a albergarla nosotros? Por ello, una vez más, lo que necesitamos para lograr una memoria individual y social robusta no es solo leer (aunque también), sino articular una política anamnética (es decir, de la memoria) eficaz, que involucre elementos, escritos y orales, lingüísticos y no verbales.

Así cobraría más sentido la siguiente cita de Vallejo: “Custodiar las palabras significa también cuidarnos y velar por el mañana” (p. 21). Asimismo, esta sentencia pone de manifiesto otra de las grandes imprecisiones de su escrito. A saber: que su argumentación más que una defensa de la lectura es una defensa de la palabra. Y si hubiese hecho eso. Si en vez de fetichizar los libros hasta caer en la miopía racial, de clase y de género se hubiera centrado en la importancia del discurso, la coherencia del relato y el papel activo del lenguaje en la configuración de lo que somos no habría tenido ningún problema con este Manifiesto. Mi gran conflicto viene de su confusión de lenguaje (público) y lectura y de la sobredimensión cargada de malentendidos que hace de esta última.

La lectura como deporte

Vamos llegando al final y es hora de establecer conclusiones. La primera a la que llego es que pensar que la lectura en abstracto tiene poderes salvíficos y “apostar” por ella es de una ingenuidad preocupante. Nos resulta relativamente intuitivo que si a nuestro hijo/a no le gusta un deporte obligarla a jugarlo es una mala idea. Y, sin embargo, en las escuelas existen “lecturas obligatorias” que los y las estudiantes deben leer por su bien. Más toda la presión institucional y en ocasiones social y familiar que hay para vendernos la lectura como algo bueno y necesario.

Por supuesto que leer es bueno. Al igual que jugar al fútbol o al tenis, por ejemplo. Siempre que se haga con predisposición y motivación para ello, así como con el calentamiento y las precauciones adecuadas. Asumámoslo: leer es un deporte. Se trata de un ejercicio que requiere constancia y disciplina y te quita tiempo, pero que a la larga, practicado con ganas, resulta muy beneficioso y lo que es más importante, entretenido.

Ahora bien, si alguien carece de predisposición que no lo intente. Nadie jugaría al waterpolo si nunca hubiese sentido curiosidad por este deporte. ¿Por qué la lectura ha de ser distinta? Tu vida no va a mejorar por leer a rastras, sin ganas. No vas a aprender ni a educarte. No te vas a volver un mejor ciudadano. Vas a perder tiempo y lo que es más importante, te vas a aburrir. Por eso, si de verdad amamos la lectura tratémosla como un deporte y no como un acto casi divino. Y que los libros no sean sino balones con memoria.

Conclusión

La lectura se da siempre en un contexto mayor y su potencial educador y liberador se hace realidad si el resto de piezas de ese contexto encajan.

Volviendo a las palabras del plan Lectura Infinita del Ministerio de Cultura, si lo que queremos es una sociedad más sostenible, en vez de por la lectura deberíamos apostar por la sostenibilidad y el cambio del sistema productivo y económico. Si reivindicamos la salud mental apostemos directamente por ella financiando una sanidad pública que se haga cargo de la misma y trastocando las condiciones sociomateriales que la ponen en peligro. Si anhelamos una ciudanía crítica salgamos a la calle, debatamos con respeto y receptividad, prestemos atención a lo que nos ocurre y luchemos cuando toque (es decir, siempre). Y si progresar y ser críticos es nuestra meta, preguntémonos primero: ¿qué es el progreso? ¿Qué clase de progreso queremos? ¿Todo vale en su nombre? Antes de dar el primer paso.

Estoy seguro de que en este proceso la lectura, una lectura activa y prudente, puede tener un papel muy beneficioso. Y más aún las palabras, las narrativas y el discurso en general. Ahora bien, serán solo una parte y sus beneficios asociados no provendrán del impulso místico de los libros, sino del esfuerzo de quienes leen por no convertir la lectura en un ejercicio automatizado y robótico. Esto nos exige cuestionar el biblioptimismo de autoras como Vallejo y la insistencia irreflexiva de tantos planes de fomento de la lectura que piensan que leer por leer nos hará mejores. Solo la voluntad expresa de mejorar individual y colectivamente nos permitirá tal cosa. Si alguien cree (como yo) que la lectura lo ayudará en este camino, ¡que lea! Si no, de seguro habrá mil formas más de crecer como persona y como sociedad. No sobrevaloremos ni menospreciemos ninguna.

Para una crítica la lectura mecánica léase “El vicio de la lectura” de Edith Warton.

Para una crítica de este optimismo aplicado a la filosofía véase este artículo.

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