La autobiográfica Belfast, que se alza con siete nominaciones a los Premios Oscar, viaja a la turbulenta Irlanda de los años 60 para hablarnos de la memoria, la infancia y la familia
Kenneth Branagh está en plena forma. Por un lado, se lo está pasando pipa adaptando (con mayor o menor éxito) las novelas de la celebérrima Agatha Christie: Asesinato en el Orient Express, de 2017, y la inminente Muerte en el Nilo. Por el otro, parece que ha vuelto a una posición más personalista con Belfast, que le ha valido siete nominaciones a los Premios Oscar 2022. El autor de películas como la primera entrega de Thor (2011) decide alejarse de los encargos corporativistas para retrotraerse a su propia niñez y esbozar una nostálgica y contagiosa sonrisa.
A priori, la cinta parecía un sucedáneo de la Roma (2018) de Alfonso Cuarón. Blanco y negro, visión ingenua, problemas sociales graves y un imperante y salvador amor familiar. Sin embargo, Branagh logra desembarazarse de esta etiqueta para confeccionar un estilo propio, con un marcado carácter visual basado en planos preciosistas y una factura técnica impecable. La ciudad, cuna del famoso Titanic, es radiografiada por unos ojos viejos y cansados, que recuerdan tiempos mejores.
La trama sigue los alocados y felices días de un niño que encarna al propio director. Constreñidos a una calle, los acontecimientos se suceden entre amoríos colegiales, consejos de los abuelos y matanza de dragones invisibles. La calma pronto se ve truncada por disturbios que anticipaban el conflicto del IRA y el enfrentamiento eterno entre católicos y protestantes.
La dificultad de tratar ciertos temas
El director sortea el habitual campo de minas que supone hablar sobre tales polémicas. Las heridas siguen abiertas, y eso se sabe bien aquí, en España. No obstante, Branagh juega inteligentemente sus cartas (aunque algunos lo tacharán de facilón). Colocar como protagonista a un niño que no entiende qué sucede a su alrededor desbloquea una equidistancia lícita. Católicos o protestantes, da igual. Él solo quiere jugar, ver El hombre que mató a Liberty Balance y casarse con su amiga de la escuela.
Como digo, reducir un conflicto político-religioso tan complejo a esa visión naif y simplista puede resultar desastroso. Sin embargo, aplicar esta postura supone poner el ojo en lo absurdo que resulta odiarse por ser de este o aquel credo religioso, pertenecer a una nación u otra, o poseer un acento diferente. Branagh escribe así una carta de amor a su ciudad, a su familia y a la feliz inocencia que supone la infancia. De esta manera, lanza un mensaje tan necesario estos días, de luz ante tanta oscuridad, que dejará satisfechos a los más románticos empedernidos, entre los que se encuentra el que escribe.