Luna Miguel oscila entre la confesión, la provocación y la reflexión para crear un artefacto singular que hace honor a su título
El escenario es una plataforma austera iluminada tan solo por un foco. En el centro del mismo hay una cama, único decorado, que nos indica que esta es una historia de alcoba. Esto no quiere decir que sea una historia privada. Por el contrario, se trata de un relato que desgrana las intimidades de una mujer llamada Ternura para apuntar con ellas hacia todo lo que hay de político en nosotros. En nosotras.
No estamos ante un monólogo actoral, ante una actuación metódica. Ternura sale al escenario a leernos cuatro cartas cuyo destinatario o destinataria desconocemos. En ellas nos habla de palabras de seguridad (que los usuarios del BDSM pronuncian para decir “basta”), de deseo, de humillación, de abuso, de amor, de la Numancia de Cervantes (obra que supuestamente está glosando) y sobre todo de sí misma, entre otros temas.
A medida que la obra avanza coloca en círculo adoquines de granito alrededor de la cama y de sí. ¿Qué pretende? ¿Tal vez construir físicamente la fortaleza que le niegan las palabras? ¿O quizá simplemente ocupar nuestra mirada mientras lee? A su vez, mientras recita la segunda de las cartas, titulada, oportunamente, “Ternura”, cae un ramo de flores (Gypsophila paniculata, por lo visto) cada vez que pronuncia esta palabra. Su olor llega hasta nosotras y nos interpela de formas en que la vista y el oído no pueden. El olfato es un sentido inapelable, sincero en demasía, que nos revela la imposibilidad de Ternura para esconderse en lo que dice. O quizá simplemente le gusten las flores.
¿Y de qué va esta obra? Del intento por construir una fortaleza de lenguaje (o tal vez una jaula) entre la carne violentada y la violencia. Pero el intento es deliberadamente estéril. “siempre encontré gozoso el gesto de relatar la humillación propia”. Hay un vínculo ineludible entre el terror y la belleza en todas las palabras de Luna Miguel/Ternura. También entre el acto de la escritura y la promesa de seguridad. “Ternura: yo al escribir solo quiero esconderme”. Pero es una búsqueda imposible. “Ternura: si escribo esto es porque sé que nunca estaré a salvo”. Las palabras nunca ofrecen consuelo ni tierra firme bajo los pies. Tampoco ofrecen verdad. “Ternura: no soporto la escritura honesta”. ¿Qué son entonces? Luna Miguel/Ternura nos lo revela: gestos. Al igual que el amor, el desnudo, el perdón o la violencia.
Terror y belleza, violencia y escritura, van de la mano. Las fronteras entre el consentimiento y el abuso, entre el placer respetuoso y la desmesura, son borrosas. “Si todo está consentido, ¿tiene sentido jugar?”. Con sus preguntas, insultantemente provocadoras, la poeta nos interpela, nos incomoda, nos obliga a pensar en unos límites siempre demasiado poco claros. Es en ese margen donde ella se mueve. Por eso, en una frase sintetizadora, nos dice: “Mi seguridad es la posibilidad de la narración de este amor monstruoso”. Es la frustración del intento de guarecerse tras las palabras lo que le dará finalmente seguridad. Y es eso mismo lo que nos ha dado esta obra. De ahí que la obra finalice asegurado: “¿Mi palabra de seguridad? Tenerla sería una derrota”.
Gloria Fuertes confiesa al comienzo de su poemario Historia de Gloria: “Esto no es un libro, es una mujer”. Otro tanto podría decirse de Ternura y derrota. Y, sin embargo, nos quedaríamos cortos con esta caracterización. Esta obra es ante todo un experimento, si por tal nos atenemos a la definición de John Cage (Juan Jaula, ¿no es irónico?), para quien lo experimental no es algo “que luego será juzgado en términos de éxito o fracaso, sino simplemente un acto cuyo resultado es desconocido”. Ternura y derrota es, en conclusión, un experimento corporal, literario, personal y político que no puede sino dejarnos con más dudas al salir que cuando entramos. Lo contrario sería un fracaso. Una derrota.