La industria turística se nos ha ido de las manos. Si queremos viajar de manera sostenible tendremos que cambiar de mentalidad
El turismo como industria es un fenómeno reciente. En 1950 solo 20 millones de personas se desplazaban por placer. En 2018 ese número había escalado hasta 1326 millones. Estos 70 años de crecimiento meteórico han sido posibles gracias a los nuevos medios de transporte, especialmente el avión, que han vuelto los desplazamientos mucho más cómodos y accesibles. A su vez, las compañías hoteleras y otras formas de alojamiento han allanado el camino a muchos viajeros. Estamos instalados en una cultura que valora el movimiento e incluso lo considera algo deseable. Por eso viajar es hoy en día no solo una opción, sino poco menos que una necesidad. Y de ahí que el turismo sea hoy una industria consolidada que mueve en torno al 10% del PIB mundial (ver los datos aquí).
Algunos datos
Sin embargo, como todas las industrias, el turismo arroja claroscuros evidentes. Aunque en los países enriquecidos del Norte global viajar parezca un lujo democratizado y casi universal, los datos desmienten esta creencia. Alrededor del 48% de los turistas mundiales son europeos (cuando Europa representa el 10% de la población mundial). En la otra punta de la estadística, solo un 3% del turismo mundial proviene de África. A pesar del abaratamiento de los desplazamientos y las estancias viajar sigue siendo una opción que solo una minoría muy localizada en el espacio (el Norte global) puede permitirse. En el mismo Norte global las diferencias son también diferentes. No viaja igual la persona de clase alta que la de clase trabajadora (si es que viaja).
Viajar, insosteniblemente viajar…
Y no se trata solo de que el turismo sea difícil de universalizar. Es imposible. La industria turística tal y como se ha desarrollado no puede mantenerse en el tiempo ni menos aún extenderse. Las consecuencias sociales y ecológicas son inasumibles. Ya hoy vivimos en una situación de “sobreturismo” en algunas regiones. El Mediterráneo español es una de ellas. Sus problemas de cohesión social, dependencia y baja diversificación económica y malestar local son de sobra conocidos. En cuanto a los costes medioambientales, baste señalar que el turismo es responsable del 8% de las emisiones de GEI mundiales.
Además, como señala Rocío Meana Acevedo, el turismo “se sirve del territorio para el desarrollo de sus infraestructuras y civiliza del paisaje para que éste se adapte a los gustos y comodidades del turista, lo cual inevitablemente tiene consecuencias sobre los ecosistemas locales y la pérdida de biodiversidad”. Hace unas semanas publicaba un artículo titulado “Escuchamos demasiada música”. En aquella ocasión era una broma. Cuando aquí digo que viajamos demasiado (en el Norte global, por supuesto) la cosa es más seria.
Decrecimiento turístico
A partir de estos datos se vuelve evidente que la industria turística tal y como está planteada es hoy insostenible ecosocialmente. Por no mencionar que a pesar de su expansión sigue siendo un sector profundamente elitista del que se benefician casi siempre los mismos (personas de países adinerados con ingresos medios-altos). Hace falta un decrecimiento turístico ordenado, con mirada de clase, que no caiga en la xenofobia ni el racismo y que dé protagonismo a las poblaciones locales.
Pero por importante que sea hablar de esto, son temas demasiado técnicos. Por ello me gustaría centrarme en lo que queda de artículo en la dimensión más ideológica y filosófica del viaje tal y como se ha instalado en nuestra cultura.
Mundos-isla y mundos-océano
En su libro El fin de la expansión Ricardo Almenar establece una distinción entre dos posibles concepciones del territorio que las comunidades humanas pueden tener. Una es el mundo-isla. La otra, el mundo-océano. La primera se caracteriza por la experiencia del límite. En una isla uno sabe en todo momento cuáles son los recursos y las opciones disponibles, pues el espacio está perfectamente fijado por el agua alrededor y se asume que más allá de la orilla no hay nada o casi nada aprovechable. Por el contrario, un océano es sinónimo de indeterminación. En alta mar siempre hay un horizonte hacia el que dirigirse y uno tiene la esperanza de que un día a lo lejos se divise una nueva costa con más recursos y oportunidades.
La tesis de Almenar es que la civilización occidental ha tenido desde hace siglos una mentalidad de mundo-océano. Hasta ahora siempre ha habido un más allá hacia el cual dirigirse (merced al colonialismo, valga decir). Sin embargo, desde hace bastante tiempo esa expansión ha concluido y no quedan lugares por explorar y donde instalarse. Eso quiere decir que los recursos disponibles para el desarrollo humano son los que son y no nos van a caer más del cielo. El planeta Tierra ha demostrado ser una isla, limitada y finita. No obstante, seguimos actuando como si nuestro planeta fuese un océano inconmensurable. Y no es solo una cuestión económica y política, sino también cultural.
Tenemos formateados eslóganes como “Tu límite es el cielo, “Supérate”, “Tú puedes con todo… que dan la sensación de ausencia de frenos. Nuestra cultura nos insta a expandirnos, a ir a más en todos los sentidos. En esta línea, uno de los protagonistas de dicha cultura oceánica es la industria turística. Su premisa es que nuestro planeta es un lugar ilimitado donde todo está por descubrir. Por ello, nuestra misión es viajar para conocerlo y traspasar fronteras.
Lo que escondemos tras los viajes
Esto contribuye a una infravaloración del aquí, de nuestro territorio, del lugar donde habitamos, y una exotización del allí o, mejor dicho, del más allá. Pero, como toda exotización, los destinos ideales que nos gustaría visitar para escapar de “nuestro aquí” son reconstrucciones basadas en estereotipos. No queremos ir a Hawái para empaparnos de la riqueza cultural de las comunidades indígenas, su biodiversidad o su geología. Tampoco soñamos con recorrer Manhattan para conocer más de cerca la realidad de la vida en Nueva York. Ni vienen los guiris a Mallorca para aprender catalán balear. Como decía Gilles Deleuze, viajamos siempre para verificar algo. No queremos sorpresas, sino un guion bien definido. Es como si viajásemos para estar como en casa en aquellos momentos en que nos aburrimos de estar en casa.
Conclusión: reaprender a viajar
Mi tono en este artículo ha sido especialmente duro. No obstante, siempre se pueden matizar las cosas. Hasta ahora he utilizado “viaje” y sus derivados, también en el título, como sinónimos de “la industria turística contemporánea”. Ahora bien, los seres humanos hemos viajado durante toda la historia y no necesariamente según los parámetros de dicha industria. Exceptuando los viajes con fines imperialistas o militares, esta práctica ha sido respetuosa con el entorno y las poblaciones locales la mayor parte de la historia hasta los años 50. Aun hoy en día muchas personas viajan con conciencia ecosocial y reniegan de la industria turística. No todo es blanco o negro. Por eso, para matizar la severidad de estos párrafos sería justo escribir otro artículo hablando de las formas en las que podemos viajar hoy en día sin que nunca puede llegar a ser “demasiado”.