“Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia, de las heridas abiertas, requiere, inexcusablemente, la labor del duelo…” De esta manera rezan las primeras líneas del lúcido epígrafe -obra de Carlos Piera- que el escritor madrileño Alberto Méndez escogió para dar comienzo a su famoso libro de relatos Los girasoles ciegos, publicado en 2004 y que guarda notables reminiscencias con la nueva película de Jonathan Millet, La Red Fantasma.

Y es que esta referencia, pese a poder parecer ociosa, no lo es en absoluto: las primeras conclusiones que surgen nada más terminar de ver la ópera prima de Jonathan Millet y, entre cabezas desperezadas, levantarse del asiento, son inquietantemente parecidas, si no paralelas, a lo expuesto previamente por Piera. Al fin de al cabo, La Red Fantasma (2024) es la historia de un duelo, de una tragedia, de una herida que tarda en devenir cicatriz.
La herida de la que hablo es, por supuesto, la infame guerra civil que desde el lejano año de 2011 asola a la nación siria y que, hasta el día de hoy, deja un saldo de más de medio millón de muertos y diez millones de desplazados, entre otro dilatado surtido de inenarrables barbaridades y atrocidades.
Pero no nos detengamos con digresiones históricas. La acción, que va a caballo entre el drama y el más puro cine de espionaje, sigue los pasos de Hamid -interpretado por Adam Bessa-, un joven profesor de literatura exiliado del régimen de Bashar Al-Assad afincado en la ciudad francesa de Estrasburgo. Hamid, uno de tantos refugiados sirios en Europa, alterna la más absoluta cotidianeidad -las videollamadas con su madre desde el call center, el arduo trabajo en la obra, la siempre conflictiva burocracia estatal- con una intrincada red de espionaje e identificación de verdugos, torturadores y variopintos demonios afines a la tiranía Siria. Nuestro protagonista sigue la esquiva pista del que en otro tiempo fuera su cruel torturador durante su estancia en la prisión de Sednaya: Harfaz -encarnado por Tawfeek Barhom-.
A partir de esta sencilla trama, Millet va desplegando un complejo tejido narrativo que, hablando en plata, engancha. Su dominio de la tensión, la profundidad psicológica de los personajes, la asfixiante atmósfera que emana de los afilados y precisos diálogos, de los planos… En fin: apartar los ojos de la pantalla es tarea harto complicada. Y eso, para una persona como yo, con el ojo seco de nacimiento, constituye una emergencia médica.
El tema del exilio daría para un libro aparte. Hay ciertas cosas que cuesta expresar con palabras. Disculpad el tópico. A veces, ciertas sensaciones retenidas traspasan el umbral del lenguaje. Y lo inutilizan. Es una sensación complicada. Así que yo prefiero que una frase de la película hable por mí: “En mi país desconfiamos de la gente que hace preguntas”. Eso lo dice Yara.
Y es que el silencio, o tal vez simplemente la mera expresión de lo indispensable, es la nota general de la obra. La casi total ausencia de música es un vivo ejemplo de ello, y supone un completo acierto. Contribuye no solo a la tensión narrativa mantenida, sino al correcto desarrollo del conflicto interno de los personajes. Y eso, en un momento en el que el buen cine se tambalea y las respectivas academias se postran en lacayuna genuflexión ante el poder establecido es, y lo digo sinceramente, de agradecer.
Por otro lado, Millet desatina sobremanera con los personajes femeninos. No pretenderé adentrarme demasiado en este tema -eso se lo dejo a indivíduos más legos en la materia-. Simplemente diré que el personaje de Nina, por poner un ejemplo, es insostenible; su presencia sobra completamente. La mayoría de las interacciones que surgen a lo largo de toda la película entre Hamid y el resto del elenco femenino son irreales. Personajes vacuos, prototípicos y superfluos. Es una pena. En fin: Jonathan Millet tiene todavía mucha carrera por delante para afinar la vista.




























